ELENA G. DE WHITE
Mi Historia I parte...
- Mi Infancia
Nací en Gorham, población del Estado de Maine Estados Unidos, el 26 de noviembre de 1827. Mis padres, Roberto y Eunice Harmon, residían desde hacía muchos años en dicho Estado. Desde muy jóvenes fueron fervorosos y devotos miembros de la lglesia Metodista Episcopal, en la que ocuparon cargos importantes, pues trabajaron durante un período de cuarenta años por la conversión de los pecadores y el adelanto de la causa de Dios. En ese tiempo tuvieron la dicha de ver a sus ocho hijos convertirse y unirse al redil de Cristo.
Siendo yo todavía niña, mis padres se trasladar de Gorham a Portland, también en el Estado de Maine donde a la edad de nueve años me ocurrió un accidente cuyas consecuencias me afectaron por el resto mi vida. Atravesaba yo un terreno baldío en la ciudad de Portland, en compañía de mi hermana gemela y de una condiscípula, cuando una muchacha de unos trece años, enfadada por alguna cosa baladí, nos tiró una piedra que vino a darme en la nariz. El golpe me dejó tirada en el suelo, sin sentido.
Al recobrar el conocimiento me encontré en la tienda de un comerciante. Un compasivo extraño se ofreció a llevarme a mi casa en un carruaje. Yo, sin darme cuenta de mi debilidad, le dije que prefería ir a pie. Los circunstantes no se imaginaban que la herida fuera tan grave, y consintieron en dejarme ir. Pero a los pocos pasos desfallecí, de modo que mi hermana gemela y mi condiscípula hubieron de transportarme a casa.
No tengo noción alguna de lo que ocurrió por algún tiempo después del accidente. Según me dijo luego mi madre, transcurrieron tres semanas sin que yo diese muestras de conocer lo que me sucedía. Tan sólo mi madre creía en la posibilidad de mi restablecimiento, pues por alguna razón ella abrigaba la firme esperanza de que no me moriría.
Al recobrar el uso de mis facultades, me pareció que despertaba de un sueño. No recordaba el accidente, y desconocía la causa de mi mal. Se me había dispuesto en casa una gran cuna, donde yací por muchas semanas. Quedé reducida casi a un esqueleto.
Por entonces empecé a rogar al Señor que él me preparase para morir. Cuando nuestros amigos cristianos visitaban la familia, le preguntaban a mi madre si había hablado conmigo acerca de mi muerte. Yo entreoí estas conversaciones, que me conmovieron y despertaron en mí el deseo de ser una verdadera cristiana; así que me puse a orar fervorosamente por el perdón de mis pecados. El resultado fue que sentí una profunda paz de ánimo y un amor sincero hacia el prójimo, con vivos deseos de que todos tuviesen perdonados sus pecados y amasen a Jesús tanto como yo.
Muy lentamente recuperé las fuerzas, y cuando ya pude volver a jugar con mis amiguitas, hube de aprender la amarga lección de que nuestro aspecto personal influye en el trato que recibimos de nuestros compañeros.
Mi salud parecía irremediablemente quebrantada. Durante dos años no pude respirar por la nariz, y raras veces pude asistir a la escuela. Me era imposible estudiar y no podía acordarme de las lecciones. La misma muchacha que había sido causa de mi desgracia fue designada por la maestra como instructora de la sección en que yo estaba, y entre sus obligaciones tenía la de enseñarme a escribir y darme clases de otras asignaturas. Siempre parecía sinceramente contristada por el grave daño que me había hecho, aunque yo tenía mucho cuidado de no recordárselo. Se mostraba, muy cariñosa y paciente conmigo y daba indicios de estar triste y pensativa al ver las dificultades con que yo tropezaba para adquirir una educación.
Tenía yo un abatimiento del sistema nervioso, y me temblaban tanto las manos que poco adelantaba en la escritura y no alcanzaba más que a hacer sencillas copias con caracteres desgarbados. Cuando me esforzaba en aprender las lecciones, parecía como si bailotearan las letras del texto, mi frente quedaba bañada con gruesas gotas de sudor, y me daban vértigos y desmayos. Tenía accesos de tos sospechosa, y todo mi organismo estaba debilitado.
Mis maestras me aconsejaron que dejase de asistir a la escuela y no prosiguiese los estudios hasta que mi salud mejorase. La más terrible lucha de mi niñez fue la de verme obligada a ceder a mi flaqueza corporal, y decidir que era preciso dejar los estudios y renunciar a toda esperanza de obtener una preparación.
En Marzo de 1840 el Sr. Guillermo Miller vino a Portland para dar una serie de conferencias sobre la segunda venida de Cristo. Estas conferencias produjeron grandísima sensación. La iglesia cristiana de la calle Casco donde se las presentó, estuvo colmada de gente noche y día. No se produjo una conmoción alocada, sino el ánimo de cuantos las escucharon se sobrecogió solemnemente. Y el interés por el tema no sólo se despertó en la ciudad, sino que de toda la comarca llegaban día tras día multitudes que se traían la comida en cestos y se quedaban desde la mañana hasta que terminaba la reunión de la tarde.
Yo asistía a esas reuniones en compañía de mis amigas. El Sr. Guillermo Miller exponía las profecías con tal exactitud que llevaba el convencimiento al ánimo de los oyentes. Se extendía especialmente en la consideración de los períodos proféticos y presentaba muchas pruebas para reforzar sus argumentos; y sus solemnes y enérgicas exhortaciones y advertencias a quienes no estaban preparados, subyugaban por completo a las multitudes.
Cuatro años antes de esto, en mi camino a la escuela, yo había recogido un trozo de papel en el que se mencionaba a un hombre de Inglaterra que estaba predicando en su país que la tierra sería consumida aproximadamente treinta años a partir de entonces. Yo llevé esa hoja de papel y se la leí a mi familia. Al considerar el acontecimiento predicho me vi poseída de terror; parecía tan corto el tiempo para la conversión y la salvación del mundo. Me impresioné tan profundamente por el párrafo del trozo de papel, que apenas pude dormir durante varias noches, y oraba continuamente para estar lista cuando viniera Jesús,
Se me había enseñado que ocurriría un milenio temporal antes de la venida de Cristo en las nubes del cielo; pero ahora escuchaba el alarmante anuncio de que Cristo venía en 1843, a sólo breves años en lo futuro.
Se empezaron a celebrar reuniones especiales para proporcionar a los pecadores la oportunidad de buscar a su Salvador y prepararse para los tremendos acontecimientos que pronto iban a ocurrir. El terror y la convicción se difundieron por toda la ciudad. Se realizaban reuniones de oración, y en todas las denominaciones religiosas se observó un despertar general, porque todos sentían con mayor o menor intensidad la influencia de las enseñanzas referentes a la inminente venida de Cristo.
Cuando se invitó a los pecadores a que dieran testimonio de su convencimiento, centenares respondieron a la invitación, y se sentaron en los bancos apartados con ese fin. Yo también me abrí paso por entre la multitud para tomar mi puesto entre los que buscaban al Salvador. Sin embargo sentía en mi corazón que yo no lograría merecer llamarme hija de Dios. Muchas veces había anhelado la paz de Cristo, pero no podía hallar la deseada libertad. Una profunda tristeza embargaba mi corazón; y aunque no acertaba a explicarme la causa de ella, me parecía que yo no era lo bastante buena para entrar en el cielo, y que no era posible en modo alguno esperar tan alta dicha.
La falta de confianza en mí misma, y la convicción de que era incapaz de dar a comprender a nadie mis sentimientos, me impidieron solicitar consejo y auxilio de mis amigos cristianos. Así vagué estérilmente en tinieblas y desaliento, al paso que mis amigos, por no penetrar en mi reserva, estaban del todo ignorantes de mi verdadera situación.
El verano siguiente mis padres fueron a un congreso de los metodistas celebrado en Buxton, Maine, y me llevaron con ellos. Yo estaba completamente resuelta a buscar allí anhelosamente al Señor y obtener, si fuera posible, el perdón de mis pecados. Mi corazón ansiaba profundamente la esperanza de los hijos de Dios y la paz que proviene de creer.
Me alentó mucho un sermón sobre el texto: "Entraré a ver al rey, . . . y si perezco, que perezca" (Est. 4:16). En sus consideraciones, el predicador se refirió a los que, pese a su gran deseo de ser salvos de sus pecados y recibir el indulgente amor de Cristo, con todo vacilaban entre la esperanza y el temor, y se mantenían en la esclavitud de la duda por timidez y recelo del fracaso. Aconsejó a los tales que se entregasen a Dios y confiasen sin tardanza en su misericordia, como Asuero había ofrecido a Ester la señal de su gracia. Lo único que se exigía del pecador, tembloroso en presencia de su Señor, era que extendiese la mano de la fe y tocara el cetro de su gracia para asegurarse el perdón y la paz.
Añadió el predicador que quienes aguardaban a hacerse más merecedores del favor divino antes de atreverse a apropiarse de las promesas de Dios se equivocaban gravemente, pues sólo Jesús podía limpiarnos del pecado y perdonar nuestras transgresiones, siendo que él se comprometió a escuchar la súplica y a acceder a las oraciones de quienes con fe se acerquen a él. Algunos tienen la vaga idea de que deben hacer extraordinarios esfuerzos para alcanzar el favor de Dios; pero todo cuanto hagamos por nuestra propia cuenta es en vano. Tan sólo en relación con Jesús, por medio de la fe, puede el pecador llegar a ser un hijo de Dios, creyente y lleno de esperanza.
Estas palabras me consolaron y me mostraron lo que debía hacer yo para salvarme.
Desde entonces vi mi camino más claro, y empezaron a disiparse las tinieblas. Imploré anhelosamente el perdón de mis pecados, esforzándome para entregarme por entero al Señor. Sin embargo me acometían con frecuencia vivas angustias, porque no experimentaba el éxtasis espiritual que yo consideraba como prueba de que Dios me había aceptado, y sin ello no me podía convencer de que estuviese convertida. ¡Cuánta enseñanza necesitaba respecto a la sencillez de la fe!
NOTAS BIOGRÁFICAS DE ELENA G. DE WHITE
Narración autobiográfica hasta 1881 y resumen de su vida posterior basado en fuentes originales.
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